PRESENTACIÓN DE BOREAL de ANDRÉS MARTÍN por CÉSAR IBÁÑEZ


Cubierta de Boreal

PRESENTACIÓN DE BOREAL, SALÓN ROJO DEL IES ANTONIO MACHADO, SORIA, 09/11/17

 

Boreal es una novela ambiciosa, compleja y muy bien escrita; en cierto modo, demasiado bien escrita, en el sentido de que una prosa tan densa y tan plagada de matices podría llegar a ser fatigosa para el lector, que ha de poner los cinco sentidos y alguno más en la lectura para entrar en el mundo que Andrés crea y no perderse detalle. Merece la pena, desde luego, porque -exceptuando quizá el personaje del revisor del tren, pelma como él solo- la red de sensaciones, tipos, historias pequeñas y grandes, emociones, alusiones, trozos de vida e imágenes sugerentes que Andrés teje con paciencia de araña y talento de viejo pescador, te atrapa en su delicada y poderosa trama y te obliga a entrar y a permanecer en ese mundo helado, semidesértico y blanquecino en el que, paradójicamente, casi todo es posible, desde el sexo en los transportes públicos hasta el desvalijamiento de un helicóptero, desde un improbable juke-box habanero hasta un joven cazador que come el corazón palpitante de su presa.

La prosa es densa, ya lo he dicho, y sinuosa, añado ahora, texto que casi nunca va en línea recta y que admite todo tipo de curvaturas y recovecos, descripciones exquisitas y símiles barrocos, metáforas afiladas e introspecciones desveladoras. Veamos ejemplos.

Hubo una vez una ciudad sin nombre y sin historia; para bautizarla, dice el narrador, haría falta un poeta, pero hay una pega, y esa dificultad se convierte en una interrogación retórica de doce líneas de texto:

¿Qué poeta sensible a la posteridad dejaría que el fruto de sus insomnios, ese nombre tan arduamente conseguido después de tantos ensayos y combinaciones, tantas mezclas de gritos y silencio, acabe siendo la palabra que se evita y sólo es utilizada en documentos oficiales y mapas, en fichas de identificación, en indicadores de carretera y en los paneles luminosos de las estaciones, sin sentir nunca el calor de labios que pronuncian con rabia o con amor, que escupen con desprecio las sílabas, despacio, como picadura de tabaco, que besan con prisa unos sonidos, que susurran, evocadores, como se nombra a una persona capaz de alterar  el movimiento de nuestro corazón? (p. 44)

En principio, diríamos que este fragmento es más poético que novelesco, quizá porque el narrador no pierde de vista la música del lenguaje, el ritmo de una prosa flexible y medida. Puede ser, pero no acabo de ver en Boreal una novela poética, sino más bien un aprovechamiento de todos los recursos literarios, vengan de donde vengan, para generar el discurso narrativo. Es decir, que Andrés, a través de un narrador pluriempleado que cuenta, describe, imagina, supone, reflexiona, disecciona y poetiza, y de algunos trozos en primera persona, pone toda la carne en el asador, todo su saber literario, que es mucho y variado, en un texto pluriforme y riquísimo que no pierde nunca su objetivo esencial: contar la historia de Antón e Iván, y de los seres marginales, esquinados, y por ello poco dados a la hipocresía y a la máscara, que se encuentran en su camino de exiliados hacia un norte que los atrapa y revela.

Novela parsimoniosa, voluntariamente anti-bestseller, Boreal se regodea en descripciones matizadísimas que llegan a lo suntuoso. Una de ellas, diría que especialmente acertada, combina olfato e imaginación para que compartamos con el protagonista la sensación de descubrir, en un tren viejo y destartalado, un vagón de lujo en desuso, un resto aristocrático que también podría ser la huella de un pasado incoherente:

Pero este vagón es una excepción, un oasis inesperado que el maestro no termina de aceptar como real: teme que en cualquier momento se desvanezca y vuelva la sórdida verdad de su departamento, la emanación cada vez menos discreta de los otros pasajeros, un tufo que no es sólo corporal, no sólo se corrompen lentamente la planta de los pies o los sobacos, también sudan los párpados insomnes y hay una leve pestilencia de palabras que se pudren o nacen ya  un poco fermentadas, de miradas caducas, de pensamientos dañados por no haberse desprendido a tiempo. Aquí por el contrario huele al viejo terciopelo de los divanes, al barniz que guarda su noble persuasión de brillo y oropel sobre la  madera labrada del techo, a los perfumes caros de mujer que han ido dejando, como en un muestrario bien armonizado, su nota de olor en la seda que recubre las paredes hasta formar una amalgama feliz que sugiere lujo, amor despreocupado y lento, gozosa ingravidez. Antón se deleita dando cuerpo a las fragancias amortiguadas por el tiempo y ve rostros orlados por el deseo y la distancia, labios rojos que miman su nombre arrastrando las sílabas con sinuosa complacencia, lágrimas ardientes como caramelo derretido sobre el pecho desnudo, frufrú de ropas despeñándose desde los hombros hasta los pies descalzos, pies de uñas pintadas y una ajorca de oro en el tobillo izquierdo. (pp. 48-49)

Y puestos a describir, este narrador impenitente llega a hacerlo con lo que no existe. No me refiero a sueños o elucubraciones, sino a los sonidos que los parroquianos de la cantina de la estación no llegan a oír porque el acordeonista no se sabe o no quiere tocar las canciones que esperaban escuchar:

El maestro le hace un gesto con el brazo al joven del acordeón invitándolo a sentarse con ellos: le ha sido imposible iniciar una segunda canción porque la indiferencia del público acaba convirtiéndose en insultos y abucheos y hasta el dueño de la cantina parece dispuesto a intervenir para cortar en seco una actuación que no es del agrado de los viajeros. Lo último que aquella gente quiere oír es una música que no les recuerda a nada, ni a una noche sensual de verano cuando ya había terminado la cosecha ni a aquel garito del puerto donde las mujeres  colgaban sus brazos desnudos de los hombros de los desconocidos con dejadez de sauce, ni al tierno arrullo de una nana maternal; que no tiene reminiscencias de ninguna tonada popular ni de la infancia, que nunca ha sido repetida por las ondas de la radio ni  puede servir para dar rienda suelta al bullicio, al grito, al movimiento de los pies. (p. 84)

Así pues, no se trata de acotar la realidad con palabras exactas, sino de hacer que esas palabras, lanzadas hacia lugares diversos de la imaginación, construyan un mundo. Porque este narrador (y digo narrador, no autor) puntilloso, detallista y barroco, hora es ya de decirlo, no ha estado nunca ni en Siberia ni en Isberia. Entonces, ¿por qué se empeña en llevarnos a ese norte literario, cinematográfico y simbólico? Justamente por afán creador, para que comprobemos que es posible un mundo de palabras que no sea enteramente fantástico, como los de Tolkien o George Martin, o enteramente introspectivo, como el de Proust; para que veamos que un mundo de palabras a medio camino entre la verosimilitud y el sueño es posible, y también que el poder verbal puede expandir ese mundo, a fin de cuentas mental, hasta los límites de nuestra percepción. Y para esto, para lanzar a nuestras neuronas hacia lugares extraños o cálidos, abrumadores u hospitalarios, están las metáforas y los símiles. Hay muchos y muy buenos, solo destacaré algunos ejemplos.

Las manos de Yelena, alumna de Antón que trabaja en la taberna de su padre, se expanden en tres direcciones metafóricas, que nos muestran el contraste entre la juventud y la dureza del trabajo:

Tienen un hermoso dibujo, dedos finos que podrían producir caricias insufribles, perfil de alas, pero la piel está escareada, enrojecida, fruta mal pelada, carne sin flor. (p. 168)

Este otro ejemplo se refiere a la nieve, y también hay contraste, esta vez entre un símil degradante y una metáfora solemne:

La nieve reposa también, pero su quietud parece engañosa, revuelta y encrespada como una sábana en una cama de pensión barata: el último trabajo del viento ha dejado impreso en ella un oleaje inmóvil y triste de mar paralizado.  (p. 307)

En la cantina de la estación, una pobre mujer intenta vender las figuritas de cristal que le correspondieron cuando cerró la fábrica. En un momento dado, se apaga la luz y se enciende la comparación:

En un movimiento instintivo, la mujer  se pone en alerta e inclina su cuerpo sobre las figuras, como la madre que, en una noche de apagón, se acerca a sus hijos pequeños para tranquilizarlos y les habla suavemente tratando de hacer luz con las palabras. (p. 119)

Ahí está la clave: hacer luz con las palabras, aunque solo sea la de un sol que apenas se eleva sobre el horizonte, aunque solo sea la del súbito oleaje verde de una aurora boreal.

 

 

César Ibáñez París

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