Un Ángel – Presentación


            En esta novela corta (unas 100 páginas) pero intensa, el autor no solo cuenta una historia, sino que al hilo del relato va tejiendo una red de reflexiones que abarcan aspectos muy importantes de la existencia, tanto de la individual como de la colectiva. La formación filosófica del autor nos resulta patente con frecuencia a medida que avanzamos en la lectura.

            El relato comienza con una anotación escueta: Baile de máscaras en esta ciudad. Así que todo se puede invertir. O revertir. O convertir. (O subvertir), añadiríamos. En estas pocas palabras se condensan y se adelantan ya algunas de las cuestiones fundamentales que el libro nos propone. Ese baile de máscaras del día de Carnaval es una metáfora de la propia vida. En algún momento del texto se alude indirectamente al origen etimológico de la palabra persona, que en griego quería decir «máscara». Y efectivamente, a lo largo de esta historia asistimos a un proceso de enmascaramiento o de desenmascaramiento, según queramos entenderlo. El personaje protagonista, inmerso en un proceso constante de búsqueda de sí mismo, va a sufrir una radical transformación (inversión, reversión, conversión, subversión) que cambiará por completo los parámetros de su existencia, desde el espacio físico que habita y su modo de vida, hasta su propia realidad más íntima.

            Son muchos los temas que se van barajando a medida que el relato progresa. Desde mi punto de vista, el más complejo de todos ellos, el más presente, es el de la IDENTIDAD, entendida como esa pregunta que nos persigue durante toda nuestra vida -¿Quién soy yo?- y que admite muchos matices. Uno estaría tentado de pensar que este es el verdadero sentido de la existencia, la única tarea que importa a fin de cuentas. Responder a esta pregunta, la madre de todas las preguntas. Y muy probablemente, al final, sigamos tan perplejos, tan sin solución al enigma, como la primera vez que nos lo planteamos allá por los años turbulentos de la adolescencia, o, como ocurre en la novela, en una noche de septiembre («aquella noche única en lo alto del cerro sobre el pueblo, bajo la noche estrellada de septiembre, yaciente en la hierba…»)

            El/la protagonista de la novela se mueve en el confuso territorio de los límites (citando sin nombrarlo a Gamoneda se alude a ese frío de los límites, a la radical incertidumbre de quien se atreve a explorar el confuso territorio de la propia personalidad).  Esteban/Stephy siente desde muy joven la necesidad de encontrar su lugar y en ese proceso va a sufrir y a gozar, va a tener que renunciar a muchas cosas: al nombre con el que lo bautizaron, al pequeño pueblo en el que nació, el futuro previsto para un muchacho como él. Hay un momento culminante, situado casi en el centro geométrico exacto del libro (pág. 49, de las 104 que tiene). No revelaremos nada más, pero ahí se produce una metamorfosis similar a la de las mariposas y un ser nuevo nace. Un ser con nuevo nombre, nuevas expectativas vitales, nuevo comportamiento. Y aunque este acontecimiento de alguna forma había sido sugerido antes, ahora nos estalla ante los ojos y nos ciega. Es, para mí, la piedra clave que sujeta todo el arco de la obra. La nueva identidad no va a acabar con los problemas del personaje central de la novela pero lo aproxima un poco más a lo que él considera su verdadera esencia. Hay precedentes ilustres de este cambio radical; por ejemplo, en «Orlando», la novela de Virginia Woolf.

            Esta obra también podríamos entenderla como un libro de viajes: hay una ida (es decir, el abandono del lugar de nacimiento, de la Tierra, de ese pueblo casi abandonado que fácilmente identificaríamos con uno de tantos dispersos por la geografía soriana). Esteban emigra a B. (¿Bilbao?) como tantos otros, en busca de la Vida, del Mundo, de la Ciudad (así, escritos con mayúsculas)  porque se siente cada vez más desamparado  (y esta palabra adquiere doble valor aquí pues significa también la pérdida de Amparo, ese primer amor de la primera juventud). La imagen del viaje nos remite al primer gran libro de viajes de la literatura occidental, La Odisea, como sugiere el propio autor. En la epopeya de Ulises ya están todos los viajes posibles, sus aventuras, sus peligros, sus ítacas. Y en esta novela de Juan Largo también hay ese deseo de regreso a la Tierra originaria: primero a ese hotel de la pequeña capital de la provincia (Soria, sin ir más lejos) desde el que comienza la rememoración de este relato, un día de carnaval, como hemos leído al principio, cuando ya se ha instalado en la cincuentena y está tratando de superar la Crisis, tanto la individual como la colectiva. Desde ahí el personaje protagonista, regresará a su pueblo, donde ya solo reside la tía Eusebia, con la que tomará su café de las cinco, esa tía Eusebia que personifica la sensatez, la normalidad, la conformidad con los extraños designios del destino y que quizá no sea ya más que un fantasma a quien le devuelve el cuerpo la memoria de quien retorna. En palabras del autor «Mi tía Eusebia me mataba los monstruos de la razón» (pág. 98)Pero este regreso al pueblo, como muchos otros regresos, se revela un engaño de la de la nostalgia y ese sueño fugaz de instalarse allí, como eso que llaman ahora un «neorrural», con su pequeña granja, no llega ni siquiera a iniciarse.

            Otro de los grandes temas de la novela es el Amor, que aparece encarnado al principio en Amparo (un espejismo) y después, de una forma más madura, en Ángel. La figura compleja y ambigua de Ángel -que en definitiva se convertirá en la razón de ser y la única probabilidad de salvación- representa la Pasión; y como dice el autor «tener una pasión en la época del Plástico y del Neoliberalismo… debiera ser premiado con algo grande». El concepto de amor que se nos ofrece oscila -a mi entender- entre los dos polos extremos que han marcado la oscilación de este sentimiento en la historia de la literatura: por un lado, el idealismo platónico (en la versión de Plotino), con su ambición de hallar lo Absoluto en el ser amado; por el otro, un erotismo corporal muy explícito que incendia alguna de las páginas del libro. Por no extendernos más en el asunto y para dar una muestra del estilo del autor y de su «ars amandi» particular podríamos citar el pasaje situado en la página 87.

            En definitiva, el lector que se adentre en esta obra encontrará sin duda otros muchos temas de interés en ella, entrelazados y mezclados, porque unos llevan a otros. Citaré algunos de ellos: la radical Soledad del hombre en el Universo, la Tierra frente al Estado, la Crisis, la lucha interior de una personalidad desdoblada, la emigración y el abandono de las provincias rurales, el Progreso, la Utopía. Todo esto y mucho más en este libro denso que, como en la fuga final con que se cierra, sugerimos leer acompañados por la música de Charlie Parker.

            Para concluir, podríamos parafrasear esa cita que antes recordábamos («Tener una pasión en la época del plástico y del neoliberalismo debiera ser premiado con algo grande») y aplicarla a nuestro caso. Juan Largo mantiene contra viento y marea una pasión -la escritura- en una época que parece laminar cualquier aspiración noble. Por eso merece el mejor de los premios que está en nuestra mano concederle: leer su obra.

 

Andrés Martín

Soria, 20 de abril de 2016

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